Hay un meme muy popular que consta de dos imágenes. En ellas se ve un hombre canoso, pelado, sonriente, con una computadora, una taza de café y dos textos que van cambiando según el momento. Vaya uno a saber cuál fue la primera versión del meme, pero las dos imágenes de hoy podrían decir: “ya me cansé de ser experto en Covid-19”, “ahora soy experto en libertad de prensa”.
Un par de informes sobre libertad de expresión, sin vínculo entre sí, pusieron el tema en el tapete en mayo: por un lado un informe y relevamiento sobre periodismo y libertad de expresión en Uruguay, realizado por la organización
Cainfo, y por el otro una
Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa realizada por la organización internacional francesa Reporteros Sin Fronteras (RSF). En ambos casos, el país -no un gobierno, el país- salían mal parados. En el reporte de Cainfo, por los aumentos en la cantidad de “casos de amenazas o restricciones a la libertad de expresión de periodistas” y en el de RSF por el descenso en el ránking y por los puntajes relativamente bajos obtenidos en los items que conforman esa clasificación.
Pero, además, el fin de semana pasado una entrevista del presidente uruguayo Luis Lacalle Pou con el
programa Hard Talk de la BBC volvió a tocar el tema a nivel internacional, y el mandatario llegó a sugerir que esas organizaciones mentían o que sencillamente él no las respetaba, por lo que la pregunta no era pertinente. A raíz de eso, las redes -que son el boliche de estos tiempos- se inundaron de comentarios sobre el estado de la libertad de prensa en este país, con más contenido partidario que de verdadero análisis del tema.
Estas líneas pretenden ser un aporte de un periodista para salir de esa lógica tribunera. Y lamento spoilear el final de esta reflexión: en materia de libertad de prensa no estamos tan bien como creemos.
Que quede claro: el periodismo uruguayo no goza de buena salud.
No goza de buena salud, porque el mundo digital lo sumergió en una gran crisis económica, en la que si bien tiene audiencia no consigue monetizar los contenidos que genera. No goza de buena salud, porque ahora nuestros medios locales compiten publicitariamente con los gigantes cuasi-monopólicos Facebook o Google, y porque siguen dependiendo demasiado de la publicidad oficial, que no termina de saberse con qué criterio la asigna cada gobierno, aunque siempre de manera arbitraria y poco clara.
No goza de buena salud, porque los medios electrónicos (radio y TV) pertenecen cada vez a menos manos. No goza de buena salud porque hay cada vez menos medios escritos, pocas webs informativas, escasísimos programas periodísticos en TV, y radios con cada vez menos periodismo puro y duro.
No goza de buena salud porque los salarios de los periodistas son bajos y porque las fuentes de trabajo para los periodistas son escasas y muchas de ellas dependientes de los mismos jefes, por lo cual no hay demasiadas alternativas laborales cuando alguna puerta se cierra. No goza de buena salud porque en Uruguay hay y hubo periodistas exitosos y populares, aunque incómodos, que no consiguen trabajo, que están vetados en los medios que pueden pagarles un sueldo.
No goza de buena salud porque, aunque hay valientes, todo eso desemboca a veces en autocensura (bajo la reflexión de “sé donde trabajo y hasta donde puedo llegar”). No goza de buena salud porque cada vez más periodistas -a veces los mejores, los más soñadores y vocacionales- dejan de serlo, se dedican a otra cosa o se pasan al que se suele llamar “el lado oscuro” de la comunicación organizacional o gubernamental. En la mayoría de los casos por necesidad, no por vocación. No goza de buena salud porque los bajos salarios llevan muchas veces a los periodistas a hacer chivos de empresas como única forma de supervivencia o a aceptar “regalos” que dañan su independencia periodística.
No goza de buena salud porque en Uruguay hay demasiadas empresas y empresarios que son intocables para cualquier medio que pretenda sobrevivir. No goza de buena salud porque el periodismo de investigación en Uruguay sigue siendo una hermosa utopía que depende de los impulsos individuales de algún(a) joven con tiempo y coraje suficiente, pero sin apoyo real de los medios para desarrollarlo. No goza de buena salud porque, aunque tenemos una buena legislación en materia de pedidos de acceso a la información pública, esta se cumple poco, se responden cada vez menos de estos pedidos y más temas se etiquetan como “reservados”.
No goza de buena salud porque, a las presiones de siempre (léase llamadas y mensajes a los medios) ahora se sumaron las presiones y discursos estigmatizantes en las redes a los periodistas que incomodan. No goza de buena salud porque ha habido últimamente un impulso de demandas judiciales contra medios y periodistas, a pesar de que los delitos de comunicación están despenalizados desde 2008. No goza de buena salud, no.
Y todo eso es precisamente lo que evalúan los estudios e informes académicos y de organizaciones que analizan la situación de la libertad de prensa. Poco les importa quien ostente el poder en cada momento y en cada lugar: recordemos, son informes anuales, mundiales, que se emiten en el día mundial de la libertad de prensa, con una metodología común a todos, y que arrojan conclusiones que, como toda tarea científica y humana, pueden contener errores, pero que dificilmente sean antojadizas.
El informe de Reporteros Sin Frontera es transparente respecto a su metodología, y hasta el año pasado era usado por políticos de este gobierno para escudarse de los informes nacionales que alertaban algunos de estos problemas. Esa metodología -debidamente detallada- cambió para abarcar más aspectos. Porque los encargados del documento concluyeron que la libertad de expresión en el mundo es un fenómeno complejo, polisémico, y que si bien la seguridad de los periodistas es un indicador clave, no es el único. Por tanto, ahora se evalúan más asuntos, como la diversidad de medios, la viabilidad económica de estos, el contexto sociocultural, el marco legal y el contexto político.
Es un error, entonces, comparar de manera demasiado lineal el ránking de los años anteriores con el de este año, y RSF lo anota en negro sobre blanco: “esta evolución metodológica hace que las comparaciones en posición y en puntuación entre 2021 y 2022 deban manejarse con precaución”.
Pero ese lugar en el ránking debería ser irrelevante para cada nación por separada. No vi al gobierno de Holanda o al de Bélgica quejarse por haber caído 22 y 12 puestos, respectivamente.
La cuestión que debería importar a una democracia pujante, como la uruguaya, es como está el país en comparación consigo mismo. Porque las comparaciones con otros, se sabe, son odiosas. Y hay países con menor seguridad física y más seguridad laboral. Países más polarizados aunque mediáticamente más diversos. Países con conflictos internos o incluso con gobiernos autoritarios pero gran vigor mediático. Como el que tuvo Uruguay en los años de la transición a la democracia, por ejemplo, con decenas de semanarios, radios con información y revistas que se agotaban.
Muchos han argumentando, no sin cierta petulancia, que era inadmisible que Uruguay apareciera en ese ránking por debajo de Burkina Faso, y el presidente Luis Lacalle Pou dijo que el informe de RSF era una mentira y que no lo respetaba porque aparecíamos por debajo de Afganistán. Uruguay no está debajo de Afganistán, que aparece en los últimos puestos de la lista, pero sí tiene un puntaje apenas peor al del país africano.
Veamos ese caso en particular: Burkina Faso, explica el mismo informe de RSF, era considerado hasta hace poco “un caso de éxito del continente africano para la libertad de prensa”. Pero, agrega que “el aumento de la inseguridad y la inestabilidad política, ligada al golpe que derrocó al presidente Kaboré en enero de 2022, plantean graves riesgos para la seguridad y el acceso a la información de los periodistas”. Por otro lado, Burkina Faso tiene un “panorama mediático dinámico, profesional y plural”. Tiene 80 -sí, 80- diarios, 185 emisoras de radio, 32 -sí, 32- canales de televisión y 161 webs de información. Además, dice el mismo informe “la cultura del periodismo de investigación está bastante extendida” aunque, agrega, “el deterioro en materia de seguridad y política se traduce en un aumento de la autocensura y las presiones”. En abril del año pasado en Burkina Faso un grupo yihadista reivindicó el asesinato de dos periodistas españoles que filmaban allí un documental sobre la caza furtiva. Ese hecho fue analizado y condenado en el informe de RSF del año pasado.
Es cierto, en Uruguay afortunadamente no matan periodistas. Al menos no me consta de ningún caso reciente (aunque sí ha habido amenazas de varios tipos y algún que otro episodio de violencia contra reporteros). Tampoco me consta que haya ningún periodista investigando en profundidad al narcotráfico, al terrorismo internacional o a la caza furtiva. No nos matan. Pero eso no quiere decir que los periodistas uruguayos nos sintamos más libres que los de Burkina Faso o los de México.
Cuando un reconodico periodista de la BBC pregunta sobre estos asuntos al Presidente de la República, no lo hace porque esté formando parte de una especie de conspiración mundial contra un gobierno, como lo sugirió, entre otros, el presidente de la cámara de industrias Alfredo Antía. Lo hace porque sorprende, porque Uruguay era -y todavía es- considerado un “país modelo” en materia democrática en una región en la que la democracia se devalúa cada vez más.
La democracia y la libertad de prensa van de la mano. No hay una sin la otra. Y así como no hay una sola democracia sino distintos grados de democratización, como decía Giovanni Sartori, también la libertad de prensa es un proceso siempre perfectible y mejorable. Pese a los retrocesos, Uruguay sigue siendo uno de los países con mejor puntaje en materia de libertad de prensa de Latinoamérica. Pero, que quede claro, eso no significa que goce de buena salud. La pregunta es si es curable. En principio, para que mejore y no siga empeorando, lo primero es reconocer el problema y luego ver cómo hacemos para cuidarla entre todos.