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05/11/2015

El ministro en las sombras

Brechner se perfilaba como titular del MEC pero Vázquez lo nombró ministro de facto de Ciencia y Tecnología: la mano empresarial del "hombre de atrás" en la reestructura del Clemente
María Urruzola / Sudestada



La alarma ciudadana se disparó de manera estruendosa cuando el 1 de setiembre se supo, a partir de las redes sociales, que el presupuesto enviado por el Poder Ejecutivo al Parlamento no concedía ni un peso de incremento presupuestal al Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE).

¿No había prometido Vázquez llegar en su período al 1% del PBI para la Ciencia y la Tecnología? ¿Cómo cumplirlo sin aumentar el presupuesto del IIBCE? ¿Estaba siendo castigado? ¿Qué ocurría?

La alarma azuzó la curiosidad y operó como despertador para los medios de comunicación, a la cola de la instantaneidad de las redes. Es que la noticia cayó a escasos ocho días de la declaración de esencialidad de la Educación, a pedido del Ministerio de Educación y Cultura. El mismo al que pertenece el Clemente desde la muerte de su fundador, cuando pasó a ser una unidad ejecutora de esa cartera.

Es decir: el Ministerio que acababa de cometer el mayor error político del tercer gobierno de la izquierda, al pretender desactivar la protesta de profesores y maestros con una medida autoritaria, protagonizaba ahora un desplante inimaginable hacia uno de los íconos de la investigación científica del Uruguay, dedicado hace 88 años al área de la biología, una de las fronteras del conocimiento sin duda cruciales para la vida humana, animal y vegetal.



Sin embargo, la cronología de hechos muestra que nada es lo que parece. No se trató de un problema de plata: el Clemente pidió apenas 48 millones de pesos para el bienio 2016 y 2017, menos del 5% de lo que el Ejecutivo proyecta destinar (1.000 millones) al Plan Ceibal, el Plan Ibirapitá y la Agesic, programas de inclusión y desarrollo digital. En el gobierno del científico Vázquez, especialista en uno de los más graves problemas biológicos como es el cáncer, la opción por el desarrollo digital en detrimento de la investigación biológica no puede menos que llamar la atención. Si el Poder Ejecutivo le quitase el 5% del presupuesto a los planes digitales, podría darle el 100% de lo solicitado al Clemente. Demasiada desproporción como para que la sorpresa no se vuelva sospecha. ¿De qué?

El 5 de marzo, apenas cuatro días después de asumir su cargo, el presidente Tabaré Vázquez envió al Poder Legislativo un proyecto de Ley que crea el Sistema Nacional de Competitividad. Obviamente, el proyecto estaba pronto antes del triunfo. En palabras del director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP), Álvaro García, se buscó dar una señal política.

Más que de señal, el proyecto de Ley tuvo el efecto de una bomba en el universo de la ciencia. En 15 páginas, el Poder Ejecutivo pretende rediseñar la institucionalidad vigente en materia de ciencia, tecnología e innovación (CTI), haciendo eje en el concepto de “competitividad”, en el crecimiento económico, la productividad y el comercio exterior, y redistribuye el poder (y el dinero) en beneficio de una visión “gerencial” de la innovación, a la que deberán someterse los investigadores. “Tradicional noción de progreso en su desvío productivista”, le llama Enrique Iglesias.

Ese es el contexto en el que hay que interpretar el episodio del Clemente Estable. Tabaré Vázquez pretende dirimir las discusiones que la izquierda se debe sobre qué es el desarrollo, a favor de una visión empresarial, “ejecutiva”, que fue la que le sirvió para obtener su mayor cucarda internacional: el Plan Ceibal y el reciente premio al desarrollo digital.

Se daba como un hecho que el director del Ceibal, Miguel Brechner sería –visto su papel durante la campaña electoral–, el nuevo ministro de Educación y Cultura. Sin embargo, el nombramiento no se concretó. Las fuentes oficiales y no oficiales consultadas lo atribuyen a “razones de nacionalidad”. Quizás por ser boliviano y no tener ciudadanía legal uruguaya (exigencias establecidas en los artículos 176 y 98 de la Constitución), quizás por otra razón, lo cierto es que no asumió como el número uno del MEC. De todas maneras sí es un hecho que Brechner, desde las sombras, se transformó en el ministro de facto de Ciencia y Tecnología, ungido explícitamente por el presidente de la República.


Respuesta de la Academia

La reacción del mundo científico tuvo una celeridad y unanimidad raramente vistas: el 18 de marzo el Conicyt se pronunció en contra del proyecto, el 10 de abril la Universidad de la República comenzó su análisis, y el 22, cuando aún no habían transcurrido dos meses de la “señal política”, tres de los representantes más destacados de la ciencia nacional –el rector de la Universidad, Roberto Markarián; el presidente de la Academia Nacional de Ciencias, Rodolfo Gambini, y el del Consejo Nacional de Innovación, Ciencia y Tecnología, Eduardo Migliario– le enviaron una carta de alerta al presidente.

En la misiva, le manifiestan su preocupación por los “cambios propuestos” que no comparten, enumeran algunas razones, y sobre todo advierten que la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII) se convertiría en un organismo con demasiado poder (y dinero), y sin obligación de rendir cuentas políticas (“accountability”) visto que no depende de ningún ministerio. Los diferentes Gabinetes ensayados (de Innovación y Productivo) tuvieron reales dificultades para sesionar. “La ANII básicamente tendría discrecionalidad en sus acciones”, escribieron.

Rápido en reflejos, Vázquez convocó a los tres científicos a una reunión. Allí estaba Brechner, “su representante” para la CTI.



El presidente decidió entonces la creación de una comisión asesora, que tendría como objetivo “proponer el reordenamiento institucional y competencias de los diferentes organismos del Estado en Ciencia y Tecnología”. De un lado fueron nombrados los tres científicos mencionados, y del otro Brechner, el ingeniero Fernando Brum (una especie de subsecretario en el ministerio de hecho) y el prosecretario de la Presidencia, Juan Andrés Roballo.

Mal que le pese a Álvaro García, esa sí que resultó “una señal política”: los unos y los otros, dos universos que deberían complementarse para que el desarrollo ocurra, pero que actualmente representan el gobierno y la ciencia, separados y desconfiados. “¿Por qué una agencia de promoción de la investigación y de la innovación debería ser gestionada fundamentalmente por personas con experiencia empresarial? ¿Por qué debería en general tener una impronta empresarial?”, pregunta la ingeniera Judith Sutz en el prólogo del fascículo dedicado a Ciencia y Tecnología de Nuestro Tiempo, publicación de la Comisión del Bicentenario (2013/2014).

Pese a la creación de la comisión asesora, las definiciones continuaron: se pronunciaron contra el proyecto de ley la Asamblea General del Claustro Universitario (10 de junio), el Consejo Directivo Central de la Universidad (23 de junio), y la Academia Nacional de Ciencias (2 de julio). Unanimidad.

El desplazamiento de los investigadores

Sorpresivamente, el 6 de agosto –al cabo de dos meses de discutir su presupuesto con el MEC y sin haber tenido ni una señal al respecto– el Consejo Directivo del Clemente Estable recibió el proyecto de reestructura del Instituto, por el cual el futuro órgano directivo quedaría integrado “por cinco miembros: un representante del Ministerio de Educación y Cultura, que lo presidirá, un representante del Ministerio de Economía y Finanzas, un representante del Ministerio de Industria, Energía y Minería, un representante del Ministerio de Salud Pública y un representante del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca”. Ningún investigador. Todo dicho.

Nunca, ni siquiera durante la dictadura, los investigadores fueron desplazados de la dirección del Clemente Estable. Es que al cabo de 88 años de vida, y de ser un símbolo de la tenaz dedicación a la ciencia, el IIBCE es también el único centro donde se investigan algunas líneas cruciales de biología.

Recuerda Judith Sutz, en el fascículo Nuestro Tiempo, que de acuerdo a los científicos que en 1984 participaban del “esfuerzo por recomponer la comunidad académica de las ciencias básicas”, la que “con gran sacrificio mejor había sobrevivido” era “la biología” y que “sólo habían podido identificarse catorce investigadores desarrollando sus actividades en Uruguay”. La mayoría de ellos estaba en el Clemente.

El IIBCE se negó a aceptar la reestructura diseñada de manera inconsulta por el MEC. Y este ministerio le suspendió el incremento de presupuesto que trabajosamente habían acordado. En el mensaje enviado el 31 de agosto por el Poder Ejecutivo al Parlamento no existía ni un peso de aumento para el Clemente.

Ahora, el Poder Legislativo le devolverá 25 millones de pesos, una parte de lo que el gobierno le negó.

Según fuentes oficiales consultadas por Sudestada, el ministro de Educación que no pudo ser, Miguel Brechner, diseñó varios de los ejes que luego debió asumir María Julia Muñoz quien, como médica especialista en Salud Pública y ex ministra de la cartera de Salud, hubiese vuelto a ocupar ese cargo, pero terminó en Educación y Cultura. Tal vez eso explique las líneas, y el modo.


La comisión asesora y el sentido de las palabras

Si con el envío del proyecto de Ley de Sistema Nacional de Competitividad el Poder Ejecutivo buscó dar una señal política, la integración de la comisión asesora, propuesta por el presidente Vázquez, confirió cédula de identidad a lo que para los investigadores era una evidencia: Miguel Brechner es el ministro de facto, y su tándem es el ingeniero Fernando Brum.

Actual presidente de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII), Brum fue designado director de ese organismo el 16 de marzo, como representante de la OPP, en sustitución de Alejandro Zavala.

Leyendo con atención el decreto de creación de la comisión, se verá que en su texto se mencionan los cargos específicos de quienes la integrarán (el presidente del Plan Ceibal, el Rector… etcétera), salvo en el caso de la ANNI: “un integrante de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación”. No su presidente, el equivalente institucional, que en esa fecha era el ingeniero agrónomo Santiago Dogliotti, cargo al que Brum accedió recién en julio, dos meses después. Aunque parezca una sutileza semántica, el sentido de las palabras será una de las discrepancias que la comisión no logrará dirimir.

Sesionó siete u ocho veces –según explicó el rector Markarián en la comisión de Hacienda de la Cámara de Diputados–, y el 29 de junio elevó al presidente de la República su opinión en dos informes, que argumentan las diferencias. Y una de ellas tiene que ver con las palabras para nombrar.

Pero primero hubo acuerdos, según el relato de Markarián: sacar del proyecto de Ley el capítulo III, que propone la modificación de la institucionalidad de la ANII; que la política de ciencia, tecnología e innovación dependa del Consejo de Ministros, y no de una parte de éste (Gabinete de la Competitividad), gabinete sectorial que además no estaría integrado por el MEC, el MIDES, ni el MSP.



También hubo acuerdo en la creación de una Secretaría especializada en la órbita de Presidencia, pero a partir de allí empezaron las diferencias. “La primera diferencia está en el nombre que debería tener la secretaría y para las dos partes, hace cuestión”, explicó Markarián. ¿El nombre hace a la cosa? Parece que sí. Al decir de Idea Vilariño, en un poema: “Inútil decir más. Nombrar alcanza”.

“Hay quienes proponen que se llame de ciencia y tecnología. Otros proponemos que se llame secretaría de investigación e innovación. El uso o no de la palabra innovación, en la definición de la secretaría, pasó a ser un tema de discusión grande, tanto que decidimos que para explicarlo adjuntemos documentos explicativos de ambas posiciones”, relató Markarián a los diputados.

Tras la palabra “innovación” se enfrentan dos maneras diametralmente opuestas de analizar los motivos por los que es tan pobre la “apropiación empresarial” del conocimiento generado por la investigación nacional, y por lo tanto los diseños de políticas públicas, que hasta ahora se mostraron ineficientes para impulsar la demanda de conocimiento desde el sector privado y también desde el Estado.

Aunque toda la literatura especializada dice que hay que tener un espacio de creación de políticas que integre investigación científica, tecnológica y de innovación, los representantes del gobierno creen que “innovación” es una “actitud”. Eso escribió Fernando Brum en su columna en Montevideo Portal, para quien la pelea por la palabra es “porque está de moda”. “La innovación es mucho más una actitud, es totalmente transversal”, opinó.

A esto respondió el economista Carlos Bianchi, desde las páginas Debate Abierto de Brecha: “La innovación suele definirse como la capacidad de solucionar problemas mediante la aplicación de conocimiento”.

¿Actitud o conocimiento? Al parecer esa fue una de las “discusiones fuertes”, al decir de Markarián, en la comisión asesora. En una de ellas, Brechner puso de ejemplo la exitosa aplicación “Pedidos Ya” –que vía internet envía comida a domicilio–, como un emprendimiento que no necesitó investigación. ¿Hay que ser audaz para arriesgar, o hay que saber para luego arriesgar?

“La persistente desilusión frente al escaso uso del conocimiento que hace la producción nacional, expresada por quienes elaboran políticas de ciencia, tecnología e innovación o los organismos internacionales que evalúan dichas políticas, suele manifestarse en apreciaciones acerca del ‘exceso de investigación básica’ o la ‘escasa vinculación de la investigación con las necesidades del país’, escribió Sutz en el fascículo “Nuestro Tiempo”.
Allí está uno de los nudos de los desencuentros: si el 75% de las empresas pequeñas –entre 20 y 49 empleados– no tiene ningún empleado con formación científico-tecnológica, y asocia la palabra innovación a la compra de equipamiento extranjero llave en mano… ¿de quién es la culpa?



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