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01/07/2014

Mujica y su primer asalto

A 50 años de haber caído preso por primera vez Sudestada revive la acción revolucionaria inaugural de aquel incipiente guerrillero que hoy es presidente de la República
José Alberto Mujica Cordano fue detenido el martes 30 de junio de 1964 como un delincuente común cuando intentaba asaltar al contador de la empresa Sudamtex. Pero se trataba de una acción del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), un grupo de extracción anarquista que el joven guerrillero integró antes de convertirse en tupamaro.
Iba con revólver y conduciendo una poderosa y camuflada Triumph 500 que había pedido a Nene, su querido amigo de la infancia. El 1 de julio de ese año ingresó a la cárcel por primera vez…

Los siguientes son extractos del libro Comandante Facundo. El Revolucionario Pepe Mujica (Aguilar, 2013), la biografía novelada escrita por Walter Pernas.

—Pepe, arrimate que te cuento cómo es la cosa —le dijo Germán Vidal.
Mujica se había parado. Respiraba el aire fresco de esa tarde de invierno otoñal. No se veían nubes y el sol entibiaba. La brisa llegaba del sur y el mar dulce estaba apenas inquieto en la bahía del Cerro que tenía a sus pies. Miraba a través de la ventana del apartamento del Flaco Belletti, en la calle Turquía y Carlos María Ramírez.
—Cerrá ahí y vení, Pepe —le insistió el Termo Etchenique. Mujica se acercó, pero dejó la ventana abierta. Nunca se sintió cómodo en lugares cerrados.
—Hablemos bajo —pidió.
David le arrimó una silla y Belletti completó el cuarteto en torno a la mesa, sobre la que había un mapa de esos que se conseguían en las estaciones de servicio.
—La Esso colaboró con esto —bromeó David y lo desplegó.
—El hombre llegaría por acá —Vidal recorrió con el dedo la calle Lavalleja hasta llegar a Acevedo Díaz, donde se ubicaba el depósito de la textil Sudamtex, de la que era operario.
—Sí, ese es el recorrido que hace —confirmó Belletti, que conocía la empresa porque había trabajado en la sección de control de producción.
—La idea es pararlo, sacarle el portafolios y rajar... —explicó Vidal.
—No hay problema —aseguró Pepe.
—Hay que ir en moto —apuntó el experimentado David—: es una zona muy céntrica, no es lo mejor usar un auto... Todos miraron a Pepe.
—La vendí, estaba hecha mierda —respondió Pepe—. ¿Cómo piensan que pagué las primeras cuotas del camioncito? Pero...
—No, Pepe, en bicicleta ni se te ocurra —el humor del Flaco David nunca faltaba.

La moto

El martes 30 de junio Pepe se apareció temprano por la casa de Nene. El Zorzal Criollo cantaba como todas las mañanas desde la ventana del tallercito. Pan caliente y mate. Pepe prefirió no comer.
—¿Estás a dieta? —Nene mordía el coco del pan flauta—.
¡No me digas que volvés a las rutas!
Mujica se palpó la barriga, ya no tenía el vientre tan liso...
—Mirá que si entreno un poco, pa una doble San Jacinto estoy...
—Ah, pero mañana mismo hablo con Atilio —Nene era el acompañante oficial de la selección uruguaya de ciclismo, dirigida por Atilio François—: le digo que tengo un pibe nuevo...
—Un novicio absoluto —afirmó Pepe, que ese día, en verdad, se sentía un novato.
—... que veinte años no es nada —entonó Nene acompañando a Gardel.
—Veinte no, pero veintinueve... —sonrió Mujica.
—Tamos viejos, Pepe —se resignó Nene, un año mayor—.
Pa la bicicleta, tamos viejos.
—Pah, yo tengo la Peugeot ahí, la miro, la miro, pero...
—Mejor la moto, ¿no? —apuntó Nene.
—Por eso mismo venía...
—¿Qué, ya rompiste el camión?
—No, no, anda bien, pero está cargado de flores hasta la manija y tengo que hacer unos trámites en el centro —nada de lo que decía dejaba de ser verdad, el asalto parecía algo sencillo—. Voy y vengo...
—Agarrala, ahí está...
—Gracias, Nene.
—¡Cuidámela, eh —le advirtió el mecánico—, que está recién encerada!
—Como siempre —aclaró Pepe.
—¡Andá, andá, antes de que me arrepienta! Pepe saludó a Nene con una guiñada y arrancó por las calles del Paso de la Arena. Fue ahí, al ir saliendo del barrio, que sintió un nudo en el estómago, no por hambre —tampoco se sentía débil aunque no aceptó el pan caliente en atención a las clases teóricas de “chorro”— sino porque le invadió el temor de que algo saliera mal y que su amigo de toda la vida quedara, “de garrón”, en medio de un gran lío.
Todavía no se sentía preparado para “robar” una moto con fines de usarla en una “expropiación”, que así empezaban a llamarle los muchachos a este tipo de acción: la plata no era para beneficio propio, eso sería “robo”, a secas. Se asaltaba para financiar la causa revolucionaria o la autodefensa del pueblo.

¡La cana, la cana!

A las dos horas, la encerada moto de Nene —ahora sin matrícula— tenía los guardabarros, el tanque y los caños cubiertos con papel de embalaje y de diario, estaba atada con piolines, alambre enroscado, y tapada de barro.
—¿Y eso? —el Termo Etchenique no lo podía creer.
—¡Así es como va! —se impuso Pepe.
A la hora indicada, Pepe y David —en el asiento trasero— llegaban a la zona de la Universidad de la República, a dos cuadras del objetivo. Bajaron por Acevedo Díaz, pasaron frente al IAVA, y observaron que en la puerta de la fábrica Sudamtex había unos empleados. Siguieron de largo, dieron una vuelta, y al volver a pasar ya no se veía gente en el lugar.
El Termo Etchenique andaba en otra moto, como apoyo, pero sin acercarse a la fábrica.
Era la hora en que el contador debía llegar con el portafolios...
—¿Cómo era, Luguetti, Duguetti? —preguntó Pepe, algo nervioso.
—Yo qué sé —respondió David—, lo único que me preocupa es que no viene...
La moto, de muy rara apariencia, siguió dando vueltas cortas, entrecortando la marcha en las cercanías de la fábrica.
La gerencia de la textil había tomado el recaudo de montar una guardia especial de dos operarios para ese último día del mes, en que el contador debía retirar unos veinte mil pesos del banco y volver a la empresa a fin de pagar los sueldos.
—¡Ahí viene! —llegaba un Volkswagen escarabajo. Se le fueron encima...
—¿Quééééé? —el tipo no era el contador.
—¡Mierda!
El hombre se fue horrorizado.
Los funcionarios de la guardia especial advirtieron los movimientos sospechosos de una moto aún más sospechosa, y al dar aviso a la administración de la fábrica, desde allí se telefoneó a la policía.
—¡La cana, la cana! —advirtió Mujica con el corazón a mil.
—Dale por ahí, por ahí —le indicó el Flaco.
—¡La puta madre! —la Triumph 500, envuelta para regalo, avanzó. Pero los patrulleros la seguían de cerca. Etchenique quedó lejos.
Cuando David echaba mano a su arma, la moto trastabilló, y aunque Pepe la dominó, la policía ya estaba encima...
El Flaco se bajó y corrió como le daban sus piernas —que le daban mucho—, fue directo hacia un grupo de niños que se encontraba frente a una escuela, y al cruzar el monte de túnicas blancas se escurrió de los policías, que se quedaron con las ganas de tirar del gatillo...
Pepe ni amagó a sacar su revólver, que quedó con las seis balas en el tambor.
Los policías lo inmovilizaron contra un árbol. Las manos a la espalda. Le patearon las piernas, lo desarmaron y esposaron...
—¿Quién es el otro?
—No sé.
Primera piña en los riñones.
—¿Quién es el otro hijo de puta?
—No lo conozco.
Lo subieron a las patadas en el patrullero, derecho a la Seccional séptima.

El interrogatorio en la Seccional

—¡Nombre!
—José.
—¡Nombre completo, carajo!
—José Alberto Mujica Cordano.
—¡Edad!
—Veintiocho —mintió, pero no por coqueto.
—¡Ocupación!
—Feriante.
—¡Estado civil!
—Casado —nunca había ido al registro civil, pero estaba diciendo la verdad.
Cuando el escribiente terminó de armar la planilla con los datos básicos, lo interrogó un oficial:
—A ver, Mujica...
—Lo primero que quiero decir es que la moto es de un amigo que nada tiene que ver en todo esto —el policía lo dejó proseguir, pues parecía un detenido con ganas de hablar—. Yo se la pedí prestada y él no sabía nada de lo que yo iba a hacer.
—Muy bien, ya veremos eso más tarde...
—¡Le pido por favor! Él no tiene nada que ver.
—Bueno, bueno, está bien, tranquilícese —el oficial hablaba con voz calma—. Usted no tiene antecedentes penales, Mujica.
Vende en la feria, ¿qué vende?
—Flores.
—¡Muy bien! Compra y vende flores...
—Las cultivo.
—¡Pero qué bien! Usted es un labrador, Mujica —y tras decir esto al oficial le cambió la cara—: ¿Por qué mierda, entonces, le dio por salir a robar?
—Tenía la idea de comprar una chacra para plantar, y no robar más...
—Pero qué lindo, una chacra para cultivar sus flores, pero comprada con guita afanada.
—Los pobres no tenemos pa comprar una chacra.
—¡Hay que ser pobre pero honrado, Mujica! —gritó el oficial, y Pepe se acordó del Flaco David y una levísima sonrisa apareció en su cara.
—¡¿Pero de qué se ríe, imbécil?! —el policía lo zamarreó y casi lo tumba contra el suelo—. Usted se la va a pasar un buen tiempo a la sombra. ¡Vamos! ¡Déjese de pavadas y dígame quién es el otro!
—Un tipo de la vuelta, no lo conozco muy bien...
—Mujica, usted quiere que le demos palos. ¡Usted se está ganando los palos, Mujica! —gritó.
El interrogatorio continuó en ese tono, y fue creciendo en intensidad...

Noticia en los diarios y la llegada a Miguelete

Esa misma tarde la información llegó a los cronistas policiales, que con sus libretitas en mano anotaban cada dato que les parecía interesante. Así, el vespertino de crónica roja El Diario señaló en su tapa: “Un viejo delincuente que desde hace tiempo manteníase inactivo intentó asaltar en compañía de un feriante a un cobrador de Sudamtex, cuando llegaba con dinero para el pago de obreros.
Los sujetos utilizaron una motocicleta a efectos de huir rápidamente del lugar, en Lavalleja y Acevedo Díaz. Sus movimientos fueron percibidos por personal de la firma que dio aviso a autoridades de la Seccional 7.ª y se frustró el golpe, deteniendo los policías a uno de los atracadores, José Alberto Mujica Cordano, oriental, casado, de 28 años. Se encuentra prófugo quien planeó el golpe, Ruben Anchetta”.
El diario El País le dio poca trascendencia al hecho, en las noticias policiales breves, con el título: “Asaltantes frustrados”. Informó sobre la detención de Mujica, “habiendo logrado fugar Ruben Anchetta. El hombre al que se le atribuye el planeamiento del «golpe» que no llegó a concretarse, y que posee varios antecedentes por hurto”.
No hubo asociación entre el hecho y la actividad política. Eran tiempos en que El País solía burlarse de las posibilidades revolucionarias, en sueltos que se pretendía irónicos: en la sección “El Mundo es Ancho y Ajeno” se planteaban ciertas informaciones de esta manera: Luego de violentar la puerta principal de la casa ubicada en la calle tal, “los cacos hurtaron dos pistolas, un revólver y otras cosillas. ¡Cuidado con los guerrilleros!”, o, “un segundo guerrillerito, por su parte, se apropió de un revólver calibre 44, del interior de un automóvil”. Y luego de relatar otros robos diversos, se avergonzaba: “De esta forma les damos motivos a nuestros hermanos del norte a que sigan pensando que aquí somos todos indios”.

Pepe seguía en el catre, se había adormecido. Le parecía haber soñado con el rescate de tres peludos, pero no estaba seguro de su coherencia en ese momento. Ahora volvía a mirar el techo húmedo. Apenas podía moverse, tenía moretones por todos lados, bajo la ropa, ahí donde el represor pega, tortura, para que la marca quede oculta.
—¡Tranquilo! —le dijo el hombre con el que compartía la celda, sentado en el otro camastro. Pepe cerró y abrió los ojos para asentir.
—El dolor se va, lo que importa es lo que pasa por acá... —afirmó el hombre mientras se llevaba el dedo a la cabeza.
Pepe pretendió esbozar una sonrisa —que el otro preso comprendió—, y dejó caer sus párpados para volver a descansar.
Había llegado al Establecimiento de Detención de la calle Miguelete, y en la oficina de recepción de la cárcel se encontró con este recluso, un tipo que andaba en el delito común, y conocía a Pepe del barrio. El hombre miró al encargado de guardia:
—En mi celda hay lugar —le dijo.
—No hay problema —aceptó el administrativo.
Al hombre le tenían cierto respeto en Miguelete, no andaba en revueltas ni complicaba a los vigilantes, salvo que alguno lo molestara y entonces lo arreglaba cara a cara, pero sin alardes, a veces solo con palabras, quizá severas, implacables, al oído.
—Ellos saben que hoy estoy acá, y mañana allá, en la calle por la que caminan.
Visto así, el tipo daba escalofríos, pero eso era con la guardia y en ciertas ocasiones.

Las flores y el encuentro con la vieja

—¿Cómo estás vos? —le preguntó el visitante.
—Ahí voy, ahora bastante bien, pero me masacraron...
—¡Vamo’arriba, compañero! —lo animó el Poroto Benavídez.
—Les quiero pedir un gran favor —dijo entonces Mujica.
—Sí, Pepe, lo que quieras...
—¿Pueden ir a mi casa —a la casa de mi vieja— a regar las flores? No las puedo perder, porque si no la familia... —Pepe se entrecortó—. ¡Vayan! Háganme ese favor...
—Claro, Pepe, tranquilo —afirmó Belletti—. Hoy mismo vamos por ahí...
Le dio a entender luego que el Flaco David estaba bien escondido.
Y Mujica sonrió.
Su compinche se había ido al norte del país. Lo tenían por delincuente común, pero no por revolucionario. Lo mismo que a Pepe, quien debía guardar el secreto —como en la obra de Sender que había protagonizado David en el Cerro—, y tragarse todas las amarguras, entre ellas, quizá la peor, la de su madre, que estaba cumpliendo cincuenta y ocho años.
—¿Qué es todo esto, Pepe? —le preguntó doña Lucy, con los ojos estrellados—. Decime que todo es un error, que te están confundiendo...
Pero Pepe bajó la cabeza.
—¡No, Pepe, no!
Su hijo la miró con los ojos tristes y le imploró:
—¡Perdón!
Ella sintió que el pecho se le quebraba como el hielo cuando el punzón lo atraviesa. Pero estaba enmascarada por el enojo:
—¿Qué pasó contigo, Pepe? —le inquirió.
—No sé qué decirte...
—¡Vos sos muy vivo para equivocarte así! Doña Lucy se fue, empujada por el dolor. Y al llegar a la casa enmudecida, abrazó a su hija y lloraron juntas, conservando el silencio.
Esa noche no pudo dormir. Pensaba en aquel niño inteligente y dulce, en ese joven trabajador y solidario, en el luchador social, en el dirigente político. Y desconfió de todo, de ella misma, de su capacidad para ser madre, pero también de las palabras que había escuchado en la cárcel, de boca de su hijo...

La casa de un “ladrón”

(…) los compañeros del MIR miraban hacia todos lados en la esquina de la casa de Pepe. Caminaron despacio y entraron por el corredor, hacia el fondo. Estaba todo cerrado. Pronto se encontraron entre cartuchos y flores multicolores, decaídas.
Dieron unas vueltas por el predio y encontraron agua, baldes, regadera y manguera.
—Vos a los cartuchos y yo a los claveles, que son más delicados —dijo el canario González, decidido. Belletti le hizo caso, el canario era su compañero de trabajo en el Ministerio de Ganadería y Agricultura, y sabía lo que hacía, al menos provenía de Tacuarembó, donde se supone que alguna vez había plantado alguna que otra cosa.
—¡Sale agua! —avisó el Poroto Benavídez y abrió el grifo al que había conectado la manguera.
Y así empezó la tarea, hasta que un grito de la calle los interrumpió:
—¡Andate de ahí! —la vecina de enfrente era familiar del Canario—. ¡Andate, que esa es la casa de un ladrón!
—¡Shhhh! —el Canario se llevó el dedo a la boca pidiendo silencio—. ¡Tranquila, tranquila!...
—¡Andate de ahí, no seas bobo!
—Pará, calmate, por favor... —el Canario no sabía qué hacer.
—¡Te digo que ahí vive un ladrón! —una mano delgada descorrió apenas la cortina. La hermana de Pepe estaba detrás de la ventana.
—¡Andá y hacé callar a esa mujer! —ordenó el Poroto Benavídez.
Y el Canario salió a hablar con ella. El Flaco Belletti volvió a ir alguna vez a la casa del Paso de la Arena, pero ya se estaba marchando al norte —a pedido de Sendic— para militar junto con los peludos. El Canario prefirió colaborar en otro lado para evitar nuevos escándalos. Y Benavídez le terminó dando una gran mano a Pepe.
—¡No sé, doña, la verdá que no sé! —el Poroto removía la tierra.
—Sí, cuando les conviene ustedes no saben nada —reprochó doña Lucy—. Nunca saben nada...
—Disculpe, pero tengo que terminar, que se está viniendo la noche.
—La noche ya se les vino hace rato.
—¡Por favor!
—¡Qué falta de respeto! —iba refunfuñando doña Lucy hacia la cocina—. ¡Con la patria! ¡Con los blancos de ley! ¡Con Aparicio! ¡Con Herrera! ¡Con Erro!...
Y así siguió hasta que Benavídez la dejó de oír, no porque ella hubiese terminado de rezongar, sino porque subió el volumen de la Spica que se había conseguido “para no soportar a la vieja”. Benavídez iba todas las semanas —a veces a diario— a transplantar claveles a la casa de Pepe. El arte de los japoneses que Mujica había aprendido —cómo hacer para que los claveles crezcan con tallos rectos, sin deformaciones— parecía no ser problema para el Poroto.
—Varas sanas, buenos brotes —le contaba Benavídez en la visita.
—¡Gracias, compañero! También le dejaba a Pepe algunos paquetes de comestibles que los muchachos del MIR le enviaban a su primer preso. Germán Vidal le daba un billete de un peso a Benavídez para cada visita a la cárcel. Esa era la contraseña con la guardia:
—Mi credencial —el Poroto le entregaba a la mujer de azul el documento de tapas duras.
Ella lo recibía sobre una caja abierta. Luego abría la credencial como si le importara examinar la fotografía o los datos de identidad, y dejaba caer el billete que había dentro.
—¡Correcto, pase! —respondía entonces.
Así lograban entrar a ver a sus familiares y amigos todos aquellos que no tenían autorizada la visita. El número de visitantes autorizados era muy restringido, por razones lógicas. Al final del día no podía haber menos de cien pesos en la caja, so pena de arresto.
 
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